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~ No me estanco. Si quiero celeste, mezclo azul y blanco

Actualmente...

martes, 16 de agosto de 2016

Hace muchos años hablé con "El Viejo de la Playa". Así lo llamábamos en el pueblo; vivía en la playa y se dedicaba exclusivamente a construir grandes y hermosas esculturas... pero lo hacía siempre cerca de la orilla, luego, cuando la marea subía, al anochecer, éstas se desmoronaban mientras él las contemplaba estoicamente.
Una de tantas tardes en las que fui a pasear, otro día en los que mi cabeza ardía por dentro lo vi, sentado, observando un fantástico y colosal castillo que había construido, uno parecido a esos que se salen en fotos del interior de la Alemania no metropolitana ni industrial.
Lo saludé y pedí permiso para sentarme a su lado; la marea aún no había subido.
— Mi nombre es Darío. ¿Cuál es el suyo, joven?
— Ahora mismo no lo sé. Dudo si mi nombre es una simple palabra más o si, realmente, significa algo; o alguien.
Se hizo un silencio. Darío era menudo, enclenque, pero sus manos eran grandes y fuertes; su piel, tostada y arrugada por el Sol, contrastaba exageradamente con la mía, pálida y lisa por la penumbra; mas para ser un hombre que vivía en la playa, su pelo cano y su barba estaban muy bien cuidados. Olía bien, su ropa estaba limpia, ¡quién diría eso de "El Viejo de la Playa"!
— Todo es efímero... —murmuré para mí mismo.
— Así es, joven sin nombre. Todo es efímero. Nada ni nadie dura eternamente.
Se hizo otro silencio.
— ¿Sabe, joven? Llevo años dedicado a lo mismo. Mis esculturas de arena. Uno se las apaña con unas pocas monedas al día, no necesito más. Pero deje que le diga lo siguiente: es usted el primero en comprender y expresar lo que ha comprendido de mis construcciones. Todo es efímero.
— Usted, Darío, es el primero que no me interroga cuando afirmo que no sé mi nombre ni lo que éste designa.
— Cada mañana despierto antes de que el Sol haga acto de presencia. No pienso, improviso tal y como me dicta el corazón. Y voy hacia la orilla, comienzo a jugar con la arena hasta que, al atardecer, doy por concluida mi obra. Hago esto con toda la pasión de mi espíritu, como si en ello se me fuese la vida entera. Al terminar, me siento tal y como usted está ahora sentado junto a mí... y observo cómo la marea destruye mi obra. Puedo parecerle un loco, pero es éste mi concepto de la belleza, el motor de la vida si me permite la metáfora. Entregar mi ser al momento, al ahora.
— Un filósofo francés, y disculpe si este comentario le resulta pedante, escribió en una de sus obras que existen seres humanos que coleccionan recuerdos materiales, como burgueses en soledad anonadados por su afán recolector, idiotizados tras una vitrina.
— Jean-Paul Sartre, joven. Habla usted de «La náusea».
— Efectivamente, Darío. A ese libro me refiero.
— Pero déjeme preguntarle algo, si no le resulta una desfachatez por mi parte; dejando a un lado lo que acaba de decir, sin Sartre, ¿qué opina usted de lo efímero?
Se hizo un nuevo silencio y tragué saliva.
— No sólo todo es efímero, sino que la más terrible y asimismo maravillosa característica de esta vida la nuestra es la fugacidad. Vivimos ahorrando, esperando algo mejor, a alguien mejor, como la hormiga previsora del cuento en contraposición al grillo. Incapaces de vivir plenamente el momento, ajenos a la posibilidad de que éste sea el último y nuestra existencia caduque al instante siguiente, trabajamos para asegurarnos nuestra propia sepultura, como si el recuerdo fuese eterno y no algo igualmente fugaz, algo cuyo devenir es el olvido entre una generación y otra, o, por qué no, la muerte del universo. La belleza es belleza en tanto perece, como el amor es amor en tanto que se apaga; y la vida es la vida en tanto que es única y, nuestro tiempo, limitado.
— Lo que acaba de decir, joven, es muy bello.
— Y por ello voy a dejar de hablar.
Darío y yo nos quedamos sentados contemplando cómo la marea iba, poco a poco, deshaciendo el castillo de arena. Se hizo un último silencio y ambos dejamos escapar unas efímeras lágrimas.

Sebastián J. 




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